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No era una niña normal. Jugar con muñecas, maquillarse, vestirse con su vestidito que acababa con un lazo a juego en el pelo no iba con ella. Prefería subirse a los árboles, escalar las paredes ayudada de las cuerdas de montaña de su padre y siempre que jugaba al escondite la encontraban enredada en la telaraña del parque, sintiendo su piel recorrida.
En el cole, siempre que sonaba el timbre del recreo, ella no salía a jugar allí donde estaban todos, sino que se apartaba a soñar con sus deseos más ocultos y dibujarlos para sí misma. Durante un tiempo cada vez que volvía del recreo se encontraba con cosas extrañas en su mesa. Unas nubes de algodón, pendientes de mariposas, un hermoso y radiante sol.
No sabía quién las dejaba, pero le gustaba tanto que las guardaba para sí.
En una ocasión le dejaron una magnífica tela de araña, era muy especial, tenía en cada unión un nudo perfecto hecha con aquella fina cuerda.
Nunca supo quien le dejaba estos regalos sobre su pupitre.
Cuando la niña se convirtió en Lolita, descubrió que crecer va unido al dolor. Aquel primer desengaño, aquel amor imposible, aquel querer y no obtener lo deseado. Su corazón se hacía añicos una y otra vez y el sufrimiento en ocasiones se volvía insufrible.
Sentía tanta angustia que empezó a experimentar con aquello que siempre había tenido a mano. Aquellas cuerdas que tanta diversión le habían dado de niña, ahora las utilizaba para atar su dolor. Siempre que tenía ocasión, en el interior de su cuarto, se pasaba la cuerda alrededor de su cuerpo. En unas ocasiones se rodeaba un tobillo, una muñeca o cualquier otra parte del cuerpo y sentía el deslizar de los filamentos. Otras veces se ataba las piernas hasta dejarlas totalmente inmovilizadas. Pero lo que más deseo le producía era cuando apretaba y la sangre se sentía coartada allí por donde la cuerda dejaba su rastro. Ese dolor le hacía sentir que podía aguantar ese ahogo de su corazón hecho añicos, y cada vez que alguien le rompía el corazón, salía corriendo a su cuarto a encontrarse con sus amadas cuerdas.
Se hizo mayor, y su apetito en la intimidad siempre pasaba por sentir una caricia diferente a la de unos dedos. Si algo la hacía erizarse y que sus sentidos se pusieran a flor de piel, es el notar que la cuerda fuese parte de sus juegos.
Fue por casualidad cuando a sus veintisiete años se encontró con ella. Era su compañera de clase, de aquella época del colegio cuando recibía regalos sin saber de quién ni por qué. En un primer momento cuando Esmeralda la saludó, ella no la reconocía, pero al ver sus orejas y observar esos pendientes de mariposa, entonces se acordó de los regalos que le dejaban en el recreo.
Empezaron a verse y coincidir cada vez en más sitios, y con cada reunión se contaban sus cosas, sus vivencias, sus anhelos.
En la cuarta quedada, ella se sentía tan cercana a Esmeralda que le descubrió su secreto, aquél por el que moría de amor y en su cuarto se sentía resurgir. La necesidad de ser amada de una forma diferente a la que la sociedad nos tiene acostumbrados, y que no había encontrado a aquel hombre que la entendiese.
Esmeralda la miró con aquellos ojos de niña con que la miraba en el cole y le recordó cada uno de los regalos que le dejaba sobre el pupitre. El avión, las nubes, las mariposas, el sol, y sobre todo aquél último regalo, la telaraña.
Ahora sí, ella ya estaba segura que era Esmeralda quien le dejaba aquellas cosas, y por fin podía preguntarle el por qué.
Esmeralda le contó que le regalaba esas cosas porque para ella era su cielo y sólo así se lo podía demostrar. Y también le contó que aquél último regalo, aquella telaraña significaba que sentía lo mismo que ella, que lo había descubierto en aquellos dibujos que ella pintaba cuando se apartaba de todos en el recreo, y en una ocasión tuvo la oportunidad de descubrirlos.
Desde ese día, ella cambió su habitación por la de Esmeralda. Dejó de sufrir para sentirse atada y amada. Entregarse eternamente a las manos sabias de su vieja amiga que le inmovilizaba el cuerpo y los sentidos en una atmósfera íntima y de confianza donde la sumisión es el inicio de su libertad, sin miramientos, sin remordimientos, sin arrepentimientos.
Roberto Mendoza