Publicado por Roberto Mendoza en / 0 Comentarios
Había una vez una pluma que no sabía escribir y que vivía con otros compañeros en un gran estuche. Varias veces la habían escogido, pero siempre la devolvían con un decepcionante ¡esto no escribe!
Estaba asustada, tenía claro que cualquier día acabaría tirada en alguna papelera. Intuía que la próxima vez no tendría la suerte de que volvieran a dejarla en el estuche.
Todos los demás la llamaban “la rara”, porque no sabía escribir y quizá también por su diseño un tanto peculiar, y desde luego, porque solía tener otra forma de ver las cosas.
El rotulador rojo siempre hablaba de lo maravilloso que era su brillante trazo, que se vía fácilmente dese lejos. Los subrayadores amarillo y verde fosforito alardeaban de su condición “sólo nos usan para destacar lo más importante, fijaros”. ¡Eran unos odiosos presumidos!
El sencillo Bic azul se enorgullecía de ser imprescindible, y a su primo el señor Mont Blanc le gustaba mantener una cierta distancia con los demás, como si fuera de la aristocracia, y todo porque, como solía decir “a mí sólo me usan para firmar cheques y contratos”.
El lápiz era un buen tipo, siempre dispuesto a todo, pero, eso sí, su afición favorita era discutir con la goma, pero todos sabían que en el fondo se apreciaban mucho.
Un día abrieron el estuche y el dueño eligió a “la rara”. ¡Cielos, llegó el momento!, pensó resignada la pluma. Efectivamente, cuando el dueño se puso a escribir al instante exclamó “¡Vaya, ya he vuelto a coger la pluma ésta de las narices!, me tiene frito”.
Alguien que estaba a su lado le dijo “anda, trae”, e intentó escribir con ella. No duró más de cinco segundos “Valiente pluma, ¡si no funciona!, la voy a tirar”.
La pluma quedó abatida. Lo sabía, había llegado su hora. No obstante, antes de que la arrojaran a la papelera, la hija del dueño exclamó “¡Papi, dámela, a mí me gusta!”
El padre se la dio sonriendo y pensó ¿para qué la querrá si no funciona?, supuso que era cosa de críos y que se había encaprichado con su original forma.
Al cabo de un rato la niña gritó “¡Eh, que chulada, mirad!” La joven tenía en sus manos un trozo de cartulina azul marino, se lo enseñó a su padre “¡Mira papi, mira que chulo, que bonito queda!”
El padre le pasó el cartón a su amigo y éste se quedó impresionado “¡Caray, si es una pluma blanca!, qué bien queda la tinta blanca sobre un papel oscuro. Nunca había visto una pluma así.
“Oye, podríamos utilizarla para poner las dedicatorias en las tarjetas de Navidad”.
“Vaya” pensó la pluma, “¡soy una pluma blanca! Claro por eso parecía que no escribía. Resulta que soy superespecial, y encima voy a escribir las felicitaciones navideñas”.
El dueño la devolvió con cuidado al estuche, pero esta vez se ocupó de colocarla en un lugar muy especial. Quitó la regla de su sitio habitual para que la fantástica pluma blanca tuviera un puesto privilegiado.
La rara estaba feliz; les contó el descubrimiento a todos y sus compañeros se alegraron mucho, aunque los rotuladores fosforitos al escuchar esta historia se pusieron amarillos de envidia.